lunes, noviembre 26, 2007

Espérame, Soledad

Susana cerró el ordenador y acabó de recoger lo que quedaba en su desordenado escritorio después de una dura jornada de trabajo. Eran casi las nueve de la noche. Tras despedirse de Marta, la recepcionista, salió a la calle sin apenas darse cuenta que había olvidado ponerse la chaqueta. Tenía ganas de abandonar el edificio, como si esperara encontrar fuera, lejos, un poco de oxígeno. Llevaba unos días que le costaba respirar.

La diagonal estaba abarrotada de tránsito. Las luces de Navidad, recién colgadas en las calles, intensificaban la sensación de bullicio. Ladeó la plaza Francesc Macià, y se fue directa a la parada del autobús. Con un poco de suerte llegaría a su casa antes de las nueve treinta. Tiempo justo para darse una ducha rápida y cenar algo ligero delante del televisor. Puede que, si Carlos, su compañero, estaba inspirado, le sorprendiera con alguna animosa charla. Aunque seguramente lo más interesante que le contara se resumiera en un “menudo-día-hoy”. Pues claro. Hoy, y ayer, y el otro. Lo de hacer el amor, ya mejor ni lo soñaba. Estaba rendida. Y él seguro que también. Para variar.

Llegó el autobús repleto de gente. Le pareció que hasta las puertas se habían abierto de mal humor, aunque puede que estuviera un poco sugestionada por los malos modales del conductor. Pasó apretujándose entre el gentío. Olía a martes pesado a punto de acabar. O sea: mal. Mientras observaba cómo una chica embarazada se sentaba en la silla que acababa de ofrecerle, a regañadientes, un señor de mediana edad, se convenció a sí misma que eso de tomar asiento iba a ser del todo imposible. Así que se agarró a una de las barras verticales que tenía a su derecha. El autobús arrancó con la misma mala leche de la que hacía gala su conductor.

El trayecto no fue nada del otro mundo. En la parada de Paseo de Gracia hubo un pequeño alboroto, porque la puerta trasera no se abría y nadie podía abandonar el autobús. Cada día la misma historia. Puede que lo hagan adrede, pensó. Para despertarnos, que la mayoría tenemos un semblante a ésta hora que no se puede ni mirar!. Tres paradas para llegar a casa. Sacó del bolso su teléfono móvil. Ninguna llamada perdida. Ningún mensaje pendiente. ¿Es que no había nadie que pensara en ella?. Ninguna noticia en todo el día de Carlos, su novio. Desde el domingo, cuando se enfadó con sus padres, no había vuelto a saber de ellos. Y Paula, su amiga, parecía haber desaparecido hacía más de una semana. Nada. Guardó el móvil y apretó el botón de solicitar la parada.
Bajó del autobús absorta en sus pensamientos. Quizá solo era eso. Miedo a la soledad. O quizá no fuera miedo, sino soledad a secas. De esa que va calando poco a poco en el alma, en el cuerpo, en el recuerdo y hasta en la sombra. La soledad es una invitada escondida, se dijo. Se presenta cuando una menos se lo espera. Y ahora le parecía verla justo enfrente de ella, al otro lado de la acera. No hizo falta ni darle las buenas noches. Qué detalle que alguien fuera a esperarla a la parada de autobús, pensó cínicamente.